EDITORIAL
Afganistán, vuelta a la barbarie
Los talibanes han restablecido su arcaica visión de la sociedad ante la indiferencia de un mundo paralizado entre el 'wokismo' y los que valoran la existencia de un pacto tácito de no agresión
Se cumplen tres años de la atropellada evacuación de Kabul por parte de Estados Unidos y del retorno de los talibanes al poder. A pesar de las promesas iniciales de moderación y del compromiso adquirido ante las Naciones Unidas, estos extremistas han reimplantado rápidamente ... todas las políticas represivas que impusieron en su anterior gobierno a finales de la década de 1990. Han restablecido las ejecuciones públicas, han prohibido que las niñas asistan a la escuela más allá del sexto curso, han liquidado la libertad de expresión y de movimientos, y han llevado a cabo cientos de flagelaciones públicas. Entre sus últimas medidas han restablecido la lapidación como castigo para el adulterio femenino. Este retorno a la barbarie no debería sorprender a nadie que conozca un poco la estricta interpretación de la 'sharia', el sistema legal del islam, por parte de los talibanes.
En estos años se han dictado más de cincuenta edictos que limitan la participación de la mujer en distintos aspectos de la vida social, desde el empleo a la política. Un informe de expertos de la ONU ha hablado de la existencia de un 'apartheid de género'. Al brutal retroceso de los derechos y libertades, especialmente de mujeres y niños, hay que sumarle la incompetencia del régimen talibán a la hora de gobernar el país con eficacia. Se estima que 23,7 millones de los 41 millones de afganos necesitaban ayuda humanitaria en febrero de 2024. Según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, uno de cada tres habitantes no sabe de dónde obtendrá su próxima comida. Hay casi tres millones de afganos a un paso de la hambruna. Cientos de miles han huido buscando un destino mejor en Europa, pero también en el vecino Pakistán, un país musulmán con armas nucleares que durante décadas respaldó a los talibanes y que ahora está viendo cómo crece en su territorio una franquicia terrorista cuya presencia resulta muy desestabilizadora.
Todo esto está ocurriendo ante el notable desinterés de la opinión pública internacional. Por un lado, Occidente no acaba de recuperarse del fracaso del intento norteamericano de construir una nación democrática en un lugar inhóspito en el que se perdieron dos décadas. Los grupos que se definen como progresistas están inmovilizados por sus discusiones sobre el necesario grado de tolerancia intercultural que hay que mostrar hacia los talibanes. A los movimientos 'wokistas' les asusta que alguien se pueda sentir tentado de proclamar la superioridad cultural de la democracia liberal y las sociedades abiertas de Occidente sobre visiones teocráticas arcaicas. Hay una suerte de pacto tácito por el que los talibanes no son molestados mientras ellos no apadrinen a grupos que promuevan el terrorismo en otras latitudes.
Las violaciones que se siguen perpetrando en Afganistán han despertado la condena internacional, pero apenas disimula la pérdida del consenso sobre cómo actuar frente a los talibanes. Existe el riesgo de querer normalizar las relaciones con los extremistas sin concesiones significativas en materia de derechos humanos. La ONU debería cambiar su actitud hacia ellos y dejar de colaborar con el régimen sin contrapartidas como hace ahora. La rígida ideología talibán hace inútil el diálogo, pero sanciones específicas y prohibiciones a sus líderes funcionarían. El retorno de la barbarie también expone la incapacidad de las potencias asiáticas en ascenso, como China y la India, para llenar el vacío que dejó Estados Unidos y esparce la duda, bastante fundada, sobre cuál es su verdadero grado de compromiso con la vigencia de los derechos humanos.
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